Las madres son seres formidables, pero a veces pueden ser realmente incomprensibles, como los líquidos. Una madre es la persona supuesta para presentar a su hijo al mundo, para sacarlo de sus entrañas y exclamar: “Querido mundo, este es mi hijo, en unos años te lo dejo suelto”. Y son esos años en los que la madre tratará de enseñarle, de darle amor, de darle unos valores. De criarle.
Entonces, ¿por qué está tan extendida la frase: “Y no me contestes”? Estudiando la frasecita, se trata de un “acata, hijo” pero en plan eufemismo. Ahora bien, no creo que sea un buen eufemismo. Que la madre, harta y desesperada, exclame “acata, hijo” me parece mucho más suave que “y no me contestes”.
Diciendo “y no me contestes” no sólo está negando la libertad de expresión al querido chaval. No sólo está desorientándole haciéndole creer que en los diálogos no se ha de responder a una madre. No sólo está dinamitando la tierna comunicación madre-hijo. Está asumiendo que lo que el inexperto infante vaya a decir, sea lo que sea: a) No le interesa lo más mínimo, y b) La va a cagar.
Es muy duro. Eres un niño y desde pequeño ya te están dejando claro que digas lo que digas la vas a cagar. ¡Qué impotencia! No puedes hablar. Te tienes que callar y como se te ocurra abrir la boca vas a sufrir. ¡¿Qué es esto?! Nuestro querido mocoso ya puede querer pedir perdón, o intentar explicarle a su madre sus razones. No puede responder. Su madre ha decidido que tiene la última palabra. Las madres creen que ser personas maduras les confiere infalibilidad. Es terrible. Podríamos argumentar que la madre, en ese momento, se encuentra en estado de máximo agobio. Que está cegada por el enfado, pero eso nunca debería servir como excusa, y mucho menos tratándose de su hijo.